Miro por la ventana. Alcanzo a ver el mundo de lo más-que-humano, de lo inerte ensordecedor. La Antártida, un pellizco de la Antártida desde el cielo. Y me dejo ser yo el blanco resplandeciente. No es difícil: la cordillera de rocas negras se extiende por mi espalda, con bordes de navaja, con paredes negras de ceniza, hechas de certidumbres amargas y minúsculas dosis de odio. Sobre ellas brotan ríos plateados. Es como asistir al nacimiento de los diamantes: los veo surgir en la cima de estas rocas de carbón. Nace lo diáfano de las entrañas del mundo y yo lo miro. Hielo fluido que cubre, rodea, penetra y acaricia la amargura antiquísima de la roca. Sus bordes afilados y sus precipicios nada pueden contra el hálito terso, incansable, que resbala hasta formar lagos que relucen en el fondo de los abismos, lagos plácidos como los párpados cerrados de alguna criatura indeciblemente hermosa y terrible que respira tendida aquí, en el polo, y que me inunda con su aliento de plata, su respirar de agua helada, una sábana de yo no sé qué material etéreo, tejido sólo de luz, similar quizá al halo transparente que Virginia Woolf dice que es la vida, y que está naciendo justo ahora, frente a mí. Respira la Antártida sobre mi piel sedienta. Eso miro por la ventana.
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