martes, 23 de febrero de 2010

Ocupaciones. Salir a cazar luz.


No hace falta desnudar los pies para recorrer los caminos de la luz o para imitar sus danzas. Tampoco hacen falta botas. Es necesario, sin embargo, ser permeable; tener más de indeterminación que de consistencia; ser soluble, abierto, cuasi transparente, para adecuarse a ella y a su irrealidad, para poder enfrentarse a su ligereza. Es preciso, también, ser audaz; no retroceder ante su omnipresencia, ante su interminable dinamismo. La luz es, quizá, una especie de fuego líquido. Como él -a decir de cierto griego- es una permanente impermanencia.
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Se puede comenzar por caminar la luz, muy despacio. Seguir sus hilos y su tejido: como una manta suave en las banquetas y en los techos de las casas, como un río que desciende desde los faroles, como una especie de plasma que llena las habitaciones. Se quiebra al pasar por los árboles, sus fragmentos yacen, agonizantes, en el suelo. Al pasar por el cristal o el metal, su velocidad se vuelve vertiginosa; estos materiales le permiten resplandecer, mostrarse orgullosa y suficiente. ¿No asociamos la elegancia a las superficies brillantes? En sus reflejos se escucha como una burla, una risa leve. 


El juego de la luz consiste en mostrarse y ocultarse. Todo cuanto conocemos se ubica en algún punto de esa tensión. Y es esa tensión la que utilizan, con precisión, los científicos. ¿Qué es un foco, sino una prisión de luz? ¿No es ése el mérito de la civilización, domesticar la luz? Dominar sus caminos: hacer que circule en cables por debajo y por encima de nosotros, hasta llegar, humilde y obediente, hasta nuestros televisores, refrigeradores, hornos y demás artefactos.
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Pero las barreras no son suficientes, no podemos aprisionarla. La luz es salvaje, indomable, primitiva, nos rebasa -pero es ella misma irrebasable. Los caminos que creemos nuestros no son más que caminos de la luz; es ella quien los domina. Es ella quien entra masivamente por puertas y ventanas. No es gente, sino luz, lo que viaja en un auto.


Y entonces comprobamos, ¡horror!, que nada hay que pueda detenerla; que cuando alguien abre la boca, allá va ella; cuando levanta la mirada, cuando gira el cuerpo, cuando extiende las manos, es la luz la que revela sus movimientos y delinea sus acciones. La luz se resbala por sus brazos, por su cara; lo rodea, lo atraviesa, lo posee: ¿no es ella, acaso, la que lo conforma, la que lo crea al momento de deslizarse por su cuerpo?
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Si la luz nos atraviesa, se corre el riesgo de quedar preso entre sus redes. Se corre el riesgo de embriagarse de luz. La sensación podría ser placentera: podríamos desistir en nuestros intentos de liberarnos. Podría gustarnos la esclavitud. Pero entonces estaríamos a su merced: preñados de luz, invadidos por ella. Y no sólo eso, sino que, al cabo de algún tiempo (insoportable y redundantemente lúcido), nos descubriríamos embarrados, sucios de luz. Quizá, si la ebriedad no encontrara alguna manera de salir -en carcajadas o en gritos de histeria, por ejemplo- terminaríamos siendo roídos por la luz.

Permanente, inevitablemente traslúcidos. Seres penetrables, indefinidos: humanos. 

3 comentarios:

  1. Mira. Y escribes.

    ¿Y dónde te dejaste, por cierto, a Prometeo? Creo que al pobre diablo siguen devorándole las entrañas.

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  2. ¿Puede uno embriagarse también de obscuridad?

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  3. ¡Me encanto! La luz sin limitaciones ¡tan dinámica! domándonos, acariciándonos pero jamás queriendo ser parte de nosotros. Me encanta tu blog.

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